Mi tía Enriqueta tuvo dos hijas.
La mayor, Donnatella, a quien familiarmente llamábamos Donna, se dedicó al canto lírico y tuvo reconocido suceso.
Ella era para mí la prima Donna. La recuerdo seria, imponente y con voz impostada.
Su bebida preferida y excluyente era el Champagne, así con mayúscula, proveniente de las montañas de Reims.
La otra era alegre, sonriente y hermosa. Amaba las flores y los pájaros y los días luminosos.
Se llamaba Vera. Era pues, la prima Vera.
Le fascinaban los vinos blancos con notas frutales, particularmente las cítricas. También apreciaba los tintos livianos y aromáticos.
Bajo la influencia de la prima Vera creo que llegó la hora de prepararnos para el cambio de nuestros hábitos gastro-enológicos.
Hay que ir dejando de lado las comidas densas, “guisosas” y con salsas espesas para poner sobre la mesa manduques menos calóricos.
Y, por supuesto, priorizar la gama fresca de nuestros vinos además de por la lógica armonía con la culinaria elegida, también cuando los bebemos solos. Solos ellos y no en lo personal porque qué lindo es compartir una copa de buen vino sintiendo la caricia de una brisa primaveral. Para comenzar de la brisa.
Estoy pensando en un Viognier o un Chenin, un Merlot o un Pinot Noir o en la amplia gama de rosados que ahora podemos disfrutar.
A propósito: es notable la voltereta producida en el mercado con los rosados. Actualmente toda bodega que se precie quiere tener su rosé para estar en la onda.
Hasta no hace tanto tiempo los rosados eran vinos de “señoritas”, cosa curiosa habida cuenta de que el argumento alegado y que incluía a los blancos, se basaba en que eran vinitos livianos aunque la graduación alcohólica fuera similar a la de los tintos.
Y así eran las curdas sobrevinientes.
Felicidades de parte de la prima Vera!!!
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